Por Marcelo Carpita
En varias oportunidades, charlando con amigos, surgió la
pregunta:
¿Qué diferencia hay entre los
denominados “neomuralistas” y el muralismo que practico y trato de representar?
En principio el prefijo “neo” tiende a desvalorizar ambas producciones, porque
implicaría como algo “retro”, viejo o caduco a uno, y algo “neo”, nuevo o
recién nacido a otro. Y las producciones visuales surgidas de las culturas de
los pueblos, por más efímeras o transitorias que sean, no se sintetizan o se
reducen unas a otras; a menos que hablemos de culturas hegemónicas y de
culturas sometidas o subsumidas.
El muralismo, en cualquiera de sus expresiones surgidas del
arte público, se retroalimenta constantemente. Me juego a asegurar que todos los muralistas aprendemos y
nos modificamos cuando vemos que un colega logra un resultado estético y
técnico que consideramos admirable y pasible de ser absorbido como enseñanza;
de la misma manera que los músicos en una Jam o en una “tocada” entre amigos.
No puede haber plagio cuando se vive un mismo tiempo, una misma realidad, se
batalla en el mismo campo contra los mismos enemigos: la mediocridad y la miopía
conceptual. Rodolfo Kusch, desde su planteo de pensamiento americano y con su
altura filosófica, lo denominaba “ratería sagrada”. Kusch, ubicando a aquel
hombre que “hurta” amablemente los frutos de la madre tierra, sin saquearla ni
arrasarla; yo, ubicándome como un ser incompleto, con carencias técnicas y
estéticas, que toma de sus maestros y colegas lo admirable, y que se despoja de
sus propios logros para que otros los mejore. Esto, para mí, es así. Lo entendí
viendo a aquellos maestros que dejaron su huella en nosotros, y que hoy decimos
que “hicieron escuela”, “tuvieron un estilo” o “marcaron tendencia”. Todo no es
más que ratería sagrada, porque autodefinirnos “creadores” es una denominación
demasiado ambiciosa para estos tiempos de recuperación de ideas y valores que
nos unan como pueblo, y no nos separen como dioses.
Aclarado este punto la diferencia que veo, está en cómo se
construye el relato visual para iniciar, o no, un diálogo con el espectador.
Digo “relato” marcando una diferencia con “discurso visual”, que creo que ambas
expresiones muralísticas lo tienen.
Entonces, podríamos hablar de un muralismo que tiene sus
orígenes en el muralismo de la revolución mexicana, que es el que practico, y
que su proyección generacional estuvo sostenida desde las escuelas de arte, a un ritmo dispar, con metodologías disímiles
y con interpretaciones técnicas ambiguas, pero que se desarrolla de forma
ininterrumpida, por lo menos en nuestro país, desde 1946. Un muralismo que se
esfuerza por armar un relato que exprese historias, costumbres, leyendas y
definiciones sociopolíticas regionales con una contundencia compositiva y
formal que no genere ambigüedad en el discurso, en la medida de lo posible;
relegando a un segundo orden las búsquedas estéticas y la investigación del
impacto visual de colores y texturas, como complemento simbólico de la obra. Un
producto pragmático con una poética cercana al realismo latinoamericano.
Maestro mexicano Jorge González Camarena |
El “otro” muralismo, el mal llamado “neo”; tal vez surja de
una propuesta europea y tenga su génesis en los muros que dividía Berlín hasta
1989. Una voz libertaria, un grito hecho relato, que se hizo objeto de estudio en
las universidades y fundamentalmente en las facultades de diseño y
comunicación; y que a lo largo de los años se sistematizó en fórmulas de
colores y de contrastes estudiados y utilizados en la industria publicitaria. Y
en esto coinciden ambos muralismos, al buscar los efectos pragmáticos de la
obra.
Muro que dividía Berlín |
Ahora ¿En qué se diferencian ambos muralismos?
Uno busca dialogar y el otro interpela al espectador.
El muralismo “latinoamericano” inicia el diálogo desde el
tema que escoge, tratando de generar consenso aunque pronuncie una crítica
social, y afianza ese diálogo procurando la participación comunitaria en el
desarrollo técnico de la obra contemplando errores y diferencias con el
proyecto inicial, haciendo que ésta quede arraigada a la barriada. Quizá este procedimiento sea el gran aporte de los muralistas
contemporáneos a diferencia del clásico muralismo de la revolución, de una
marcada erudición técnica y estética.
La interpelación del segundo muralismo en cuestión es
unidireccional, no da lugar a réplica. El relato está encriptado en imágenes que
muchas veces ponen al espectador entre una obra técnicamente admirable y pero difícilmente
comprensible. Y es que al realizador puede no interesarle demasiado lo que la gente común
piense de su obra. Pero sí un público aficionado o erudito, que sabrá
desentrañar ese “mensaje exclusivo”, como algunas letras de rock.
Este muralismo llega junto a nuevos paradigmas
comunicacionales y asociado a recursos audiovisuales que complementan la obra y
cierran el círculo entre el muralista y el público. Los productos audiovisuales
que surgen a partir de la documentación de la realización del mural completan
esa parte de la comunicación que entabla el muralista con un público que se
mantiene como un espectador pasivo y que difícilmente participe de la
realización de este tipo de obra.
Pero hay excepciones. El muralismo chileno actual plantea
alternativas ejemplares que logra reunir ambos componentes. Muchos tienen sus
raíces en el graffitti tradicional y otros son egresados de escuelas arte, y
guardan en común la utilización prodigiosa de la aerografía con aerosoles. Han
logrado complementar inquietudes estéticas del arte urbano y absorber modos del
muralismo tradicional poniendo como denominador común su situación como sujetos
en lucha por reivindicaciones sociales en el orden regional, sosteniendo un
discurso visual aggiornado con un relato que dialoga con las comunidades. Esta
lectura la puedo hacer justamente porque por cada proyecto mural está presente
un proyecto audiovisual sumamente cuidado en su producción.
En síntesis, existen las diferencias entre los muralismos en
pugna, y son más que interesantes que las haya. Pero la disputa real está en el
campo simbólico y político.
El muralismo de la revolución mexicana contó con el apoyo e
impulso importantísimo de políticas públicas de estado, donde la realización de
murales y su promoción en todos los medios de producción e industrias
culturales afianzaron la identidad que hoy anhelamos. Actualmente el estado argentino no
reconoce al muralismo como posible partícipe de políticas culturales públicas, por lo que
deja al sector privado el desarrollo y difusión de producciones de arte público
que tienden a no desear conflictos entre las distintas realidades sociales, ni
dialogar con la comunidad para generar alternativas de participación social y
discusión sobre la estética urbana en los espacios públicos, adormeciendo el
pensamiento crítico y el debate.
Pero ese es otro tema.